veintiuna menos siete.

Las tenía contadas, veintiuna. Veintiuna eran las veces que sonreías cada día; lo tenía comprobado. Da igual lo que pasara que tú sonreías veintena vez cada día. Hasta en tus peores días, que mira que no hubiera quien te aguantase. Había veces que se te escapa una sonrisilla entre tus ojuelos que casi nadie podía ver. Esas contaban por diez y sin dudarlo, eran mis preferidas.

En cambio eran siete las lágrimas que te caían. O por lo menos las que te guardabas a diario. Porque tú eras así y te lo guardabas todo dentro, muy dentro de ti. Habías llegado a construir una muralla entre tus sentimientos y los demás que ni tú sabías ya como destruirla. Siete veces al día veía como te aguantabas esas lágrimas que deberían caer por tu morena mejilla. Las guardabas en aquella fortificación para que al caer la noche, cuando creías que nadie te observaba, sacarlas. Desahogarte tras la almohada en silencio. Te equivocabas de cabo a rabo. Yo te veía cada noche, lloviera, tronase, nevase o se vieran las estrellas. Lo que tú no sabías era que lo único que conseguías era duplicar tus lágrimas. Y a la vez, dividir tus sonrisas.

Si me hubieras dejado entrar, si hubieras desecho la muralla, si me hubieras dejado ser alguna de tus sonrisas, si lo hubieras hecho… Todo sería diferente.

Te tenía calado, o por lo menos a tus sonrisas, lunares, pestañas, moratones, lágrimas… Lo único que me faltó por descubrir fuiste tú y tu maldito interior. Ese maldito dolor que te gustaba ocultar. Tengo que confesarte que lo hiciste muy bien, llegaste a tal punto fingiendo que nadie se dio cuenta. Excepto yo, me había parado tantas veces a contar cada parte de ti que no pudiste engañarme.

El problema fue que tú no te detuviste a mirar a los demás, a quien te miraba como yo. Pero créeme que te entiendo, tenías demasiado a tus espaldas.